Abominables de Papel, por JJ Dobles



Lucas se encerró en su cuarto esa tarde de enero. Trancó la puerta de su mente y cerró las persianas de su esperanza. Las celosías de sus pupilas las dejó bien abiertas para que la melodía melancólica de su llanto se escabullera entre las esquinas, las calles, la autopista, las rotondas y llegara finalmente hasta las pequeñas ventanas de las orejas de ella. Quizás si escuchara el crujido de las lágrimas resquebrajando aquella fría alma, ella cambiara de opinión.

Quizás.

Aquel “quizás” fue pronto tirado al piso de madera del obscuro cuarto, junto con los papeles, las enciclopedias, los periódicos y cuadernos que yacían sobre el escritorio. Todos rebotaron y se contorsionaron como truchas extraídas del río. Todos, menos aquel “quizás”. Ese ya estaba muerto.

Sobre el escritorio solo quedaron ellos.

Todos raros. Todos blancos. Todos hechos a dobleces. Todos horribles. Todos ininteligibles. Todos de papel.

Eran obra de Lucas. Él los iba creando uno por uno cada vez que la soledad lo destrozaba, cada vez que la esperanza lo abandonaba riéndose con malicia... cada vez que ella lo miraba desde el pequeño retrato que él tenía sobre el escritorio, y de pronto se descubría besando apasionadamente el frío vidrio mientras ella lo miraba con ternura y condesendencia.

Él los iba creando todos.

A veces, algún explorador afortunado que llegaba a alcanzar aquella bóveda urbana, le preguntaba el significado de aquellas “cosas” que él creaba en sus noches.

“Este es un desamor. ¿Lo ves? Por eso tiene la daga sobre el pecho. Este, una soledad. La puse junto a una sonrisa perdida que una vez logré atrapar. Esa de allá es una lágrima. En realidad ya he hecho quince. Unas son más grandes que otras, dependen del dolor al que pertenecen. A esos los tengo allá, ¿los ves? Son los que parecen fantasmas. Son así porque son dolores del alma. Si fuesen del cuerpo serían... Bueno, yo qué sé. Yo no hago de esos. No valen la pena... Solo lo que se siente profundamente vale la pena. Como el amor profundo y sincero. Ese es ese de allá, el que está rodeado de las lágrimas... como siempre...”

Pero solo Lucas podía reconocerlos. Él los iba creando todos. Las demás personas solo podían ver papel doblado, falsos o fracasados origamis. El pasatiempo raro de un tipo extraño y solitario que pocas veces salía de su mente para conversar con alguien.

“Quizás si les ponés color. Apuesto a que así sí se entenderían...”

Sí. Lucas ya lo sabía. Pero aún no podía imaginar qué color debía llevar cada uno...

¿De qué color es un desamor? ¿De qué color pintar una desilusión? ¿De qué color se ve una herida profunda en los sentimientos?

Lucas no tenía idea. Por eso solo los sentía, los lloraba y los doblaba.

Solo Fernanda entendía sus “fracasados origamis”.

Curioso, ¿no?

Si tan solo hubiese sabido que ella era la mamá de todos ellos. Ella los engendraba con besos en las mejillas, con charlas de amigos, con abrazos de despedida, con miradas confidentes. Con esa calidez que le había permitido romper las barreras del silencio de Lucas para convertirse en su única y verdadera amiga.

Y Lucas los paría con lágrimas de enamorado, con dolores de impotencia, con golpes de deseo ardiente, con gritos de silencio.

Y todos ellos tenían algo que decir con su piel blanca, manchada apenas con suaves trazos de pluma verde.

“Lloro por un amor del cual no tendré parte
Lloro por una joven que nunca será mía...”

Cada uno, un verso diferente. Cada uno, una piel distinta. Cada uno, un grito entre la noche como testimonio de un ignorado enamorado, una hermosa y tierna amiga y un “Te amo” que no se atrevía a ser dicho.

En sí, un drama trágico con tintes de comedia que podía ser conocido con solo preguntarles a cada uno de aquellos blancos, pequeños, ininteligibles abominables de papel.

Mas esa tarde fría pero soleada, Lucas, con una hoja entre sus manos y la desesperación alimentándose de su alma, aún no sabía qué hacer nacer.

¿Un despecho? ¿Un frío? ¿Un dolor intenso? ¿Un sueño... una vida truncada? ¿Un final?

Un final...

Lucas comenzó a doblar. Dobló, dobló, dobló... Se agachó un momento y recogió todas las enciclopedias, cuadernos y hasta un pedazo de madera que estaba a su alcance. Los colocó todos en una sola columna, uno sobre otro. Y en la cumbre, montó una rabia que dobló el día en que ella le contó de Máximo, su novio.

Una rabia que no era contra Fernanda, pues ella solo se había enamorado. Ni contra Máximo, pues él solo se había enamorado. Esa rabia era contra Lucas, pues se había enamorado y callado, lleno de miedo de ser rechazado. Lleno de miedo de perder a la única persona que le sonreía con cariño en lugar de lástima.

Lucas se tomó su tiempo para ir a la ventana mientras aquella rabia liberaba toda su energía sobre la pila de ideas de papel que terminaban de alistar aquel recién nacido final.

La tarde estaba fría, pero soleada.

Fría por Lucas, quien perdió a la mujer que amaba, de nombre Fernanda, y recibió la noticia vía telefónica por los alegres labios de su mejor amiga, de nombre Fernanda.

Soleada por Fernanda, a quien su novio, de nombre Máximo, acababa de proponerle matrimonio, y alegre se lo acababa de contar por teléfono a su mejor amigo, de nombre Lucas.

Lucas cerró la ventana y se dirigió de nuevo al escritorio. Quitó la madera y la pila de enciclopedias y miró tiernamente a su pequeño final. Le dio una pequeña palmada en la cabeza a su rabia por ser tan buena partera y se sentó en la silla.

Aquel final era hermoso: plano, blanco, fino... Sobre todo sus orillas. Eran tan finas, tan finas, tan finas, tan finas...

Esa noche, derribaron la puerta del cuarto de Lucas y lo encontraron sentado, sin vida, con las venas abiertas, pero sin una sola gota de sangre por ningún lado. Ni en la ropa, ni en el piso, ni en las paredes...

Entre lamentos, cubrieron el cuerpo con una manta y abrieron las ventanas de la habitación. Fue entonces cuando se dieron cuenta que podían reconocer cada una de las figuras de papel que había sobre el escritorio. Con una lágrima sobre las mejillas alguien musitó que al final Lucas había seguido el consejo: las había pintado todas de color rojo.

FIN

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